La vida sigue. El jueves, después de trabajar todo el día, nos metemos en el Cerulian y aparecemos, cuatro horas después, en Lorca. Frío. Las dos de la madrugada. Estás tan cansada que enciendes el calefactor del baño, sin querer, y te rayas porque no se apaga. Das vueltas como un pollo sin cabeza por la habitación, consigo que te metas en la cama y el fulgor naranja desaparece. Te pido que respires. El sonido del ascensor, como una amenaza.
Dormimos.
A las nueve, suena el despertador, nos duchamos, bajamos a desayunar. Estás más tranquila, sonríes, relajada. Te dejo en la habitación, me dices que vas a hacer unas llamadas. Luego nos vemos, me despido. Nos besamos, nos despedimos siempre con un beso, nos recibimos siempre con un beso, como si pudiese olvidársenos el sabor del uno al otro, como si yo no conociera tu cuerpo de sirena, ese pelo negro, rizado, que pocas veces llevas suelto, que tanto me gusta. Recorro —lo recuerdo porque pensé que tenía que escribirlo— el pasillo enmoquetado con tu sabor en mis labios.
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