Una pequeña minoría de profesores conscientes
Salir de la ampliación de Ciencias y entrar en la de Letras era pasar del caos al país de las hadas. Para entrar en la Facultad de Derecho propiamente dicha, se tenía que pasar por una ampliación que no ampliaba nada, pero que, por el hecho de contener una cantidad discreta de estudiantes, parecía un oasis. Una masa de doscientos ochenta estudiantes concentrados entre cuatro paredes, con la idea de hacerles estudiar, es una pretensión pedagógica sin fundamento. Una masa cuatro veces más pequeña no es una perfección de metodología escolar, pero la monstruosidad no es tan flagrante. Era la diferencia cuantitativa lo que creaba otra situación mucho más amable. En este sentido, era como entrar en otro mundo. Aparte de esto, todo el resto era igual.
En definitiva, la universidad era un reflejo exacto de la sociedad del país. No era un organismo de selección. Había una morralla profesoral, correspondiente a la morralla general del país —con la advertencia de que la morralla profesoral era peor que la del país porque era pedante y reticente sin existir ninguna razón que lo justificase. Había una mediocridad profesoral que correspondía a la mediocridad del país. Y, finalmente, existía una pequeña minoría de profesores conscientes y responsables de su oficio, que correspondía a una pequeña minoría —a la irrisoria minoría que parece tener por misión dar lo que sabe el país.
El cuaderno gris de Josep Pla.
No me gusta marcar la dirección de estos artefactos. Ni premeditación, ni alevosía. Todo lo contrario a lo que hizo Josep Pla en su El cuaderno gris. Me explico.
Sí, quiero poner por escrito lo que pienso de este libro. Que todavía no he terminado. Pero quizá tampoco sea hoy.
Había pensado relacionarlo con el día que se me reventó la rueda delantera de la bicicleta. Porque al rescatar este trocito de vida siento que le estoy dando las gracias a Eduardo. Y a su hijo. Porque el día que fuimos a comer a su bar fue muy divertido. Era nuestro aniversario y volví a pedirle a Lau que tuviéramos un perro, no un perro cualquiera, un chucho con ascendencia border collie. No era la primera vez. Ya lo intenté hace ocho años y terminamos adoptando a Telma. Una emboscada que todavía no había puesto por escrito. O sí.
Pero lo cierto es que cuando me siento a escribir un trocito de vida tengo que hacerlo “en caliente”. Si no lo hago, tengo la sensación de que se notan las costuras. Veo todas las trampas que hago. La distancia entre la realidad y la ficción es insondable. El robado se convierte en posado. Se trata de un juego, lo sé, de una simulación que, como toda simulación, nunca podrá contener todos los detalles de la experiencia real. Ni falta que hace. La buena escritura tiene que contener los detalles necesarios para emocionarnos, para hacernos sentir parte de la historia, pero sin resultar abrumadora.
Ese día estábamos tan guapos. Recién duchados, después de haber entrenado fuerza. Los neurotransmisores haciendo su trabajo ahí dentro, la satisfacción del trabajo realizado y el agradecimiento hacia Eduardo. Era sábado y los sábados, prepara una gran paella a la puerta de su bar, uno de los más antiguos del Rincón de la Victoria. Charlamos brevemente, volví a darle las gracias, comentamos lo poco que trabajan los taxistas de este pueblo. Todavía podía seguir esperando —le dije—. Si no llega a ser por vosotros. Eduardo hizo un movimiento con sus camareros y cambió una mesa por otra y nos dio a nosotros la más cómoda. La terraza estaba completa. Menos mal que hemos llegado pronto, dijo Lau. Eduardo seguía atento al arroz, saludando a los que llegaban, despidiendo a los que se marchaban. Todos o casi todos se conocían. Había un ambiente de barrio, clientes habituales engalanados, cero turistas. Pero no fue esto lo que más nos gustó. El arroz. Cocido en su punto, suelto, con una gran variedad y abundancia de vegetales, un langostino por plato y trozos de carne. Lau y yo compartimos una ración que despareció enseguida. Entonces se lo dije. Le dije que no me importaría pasar otros veintiocho años juntos y que quería tener un perro. Un chucho que tuviera algo de border collie. Mediano. Porque me gustan las personas (y los animales) inteligentes, que suponen un reto, que me estimulan. Porque si no me aburro. Y se me nota. Y ella dijo que sí, que se me notaba mucho y hasta puso un ejemplo. Y también dijo que no, que no veía lo del perro. Con todo lo que tenemos encima, dijo. Vamos a ver primero lo de la casa, continuó diciendo.
Además del arroz, pedimos ensaladilla rusa y una brocheta de rape, pero se había acabado el rape. No recuerdo lo que pedimos para cubrir la dosis de proteína. Como en Casa Eduardo, así se llama el bar, no hay café ni postre tuvimos que hacer el esfuerzo de cruzar la calle y tomarnos un helado en el paseo marítimo, mirando el mar. No volvimos a hablar del tema. Del perro.
Unos días más tarde, cuando llamé a Javi para felicitarle su cumpleaños, me recomendó que usara otra táctica. Me pareció buena idea. Y divertido. Escribí un mensaje a Eva, suponiendo que ella sabría de algún perro en adopción. Y le pedí fotos. No tardó en enviármelas. Y, como me había recomendado mi hermano mediano, se las enseñé a Lau. Hace juego con Felixa.