Por fin, otoño
Código 9, libro recomendado en el Rincón literario de la Cadena SER. Puedes escuchar la entrevista aquí.
Por fin ha llegado el otoño a estas latitudes. Como me recordó Noemí, justo un año después de la última DANA. Ahora lo llaman así. Esta lluvia ha limpiado el aire, falta hacía, y bajado la temperatura diez grados. Me he tenido que empezar a poner calcetines. Aunque las máximas siguen siendo dos grados más de la media histórica. Las plantas del jardín de Lau, que estaban locas, han adoptado un verde rabioso. Los montes que nos rodean lucen orgullosos sus arbustos y pedruscos empapados. Los cauces secos retoman su papel de ramblas. Con el cielo nublado puedo salir a correr a las doce del mediodía y no asfixiarme. Me pierdo el baño de después, aunque sin Lau no suelo hacerlo. Ella todavía se metió en el mar el pasado domingo, 26 de octubre, mientras yo jugaba al baloncesto con Mario y, al mismo tiempo, me dejaba hacer trenzas por Alicia a casi seiscientos kilómetros de distancia. Placer de tío. Ese mismo día había corrido mis primeros diez kilómetros de la temporada. Satisfecho. A un ritmo de trote suave, las piernas y el corazón respondieron sobradas. Mi mente trató de boicotearme un millón trescientas ocho veces. Excusas y preguntas varias para intentar disuadirme y hacerme abandonar. Si la hiciéramos caso, a la mente, no haríamos nada en la vida. Por ejemplo, ponerme delante de ciento cincuenta adolescentes y hablar con ellos, con todos a la vez, de los efectos secundarios de la lectura en el siglo XXI.
Cualquier mente en su sano juicio intentaría alejarte de esta situación. Su objetivo, el de la mente, es mantenernos a salvo y acumular reservas para cuando no haya, aunque eso signifique llevar una vida de ameba come dulces ricos en hidratos de carbono simples. Si le hiciera caso no habría escrito la mitad de las novelas que he escrito. Tampoco pasaría nada. Ni habría ayudado a las personas que he ayudado a escribir. Quiero creer que esta parte de mi vida ha servido para algo. Aquí aparecen dos nombres que empiezan por A y esta semana han coincidido.
Ángela.
El viernes en la librería El faro de Madrid Mónica Rodríguez y yo hicimos una presentación doble, es decir, ella hablaba de su novedad con Loqueleo, Por estar allá arriba, y yo de la mía, Código 9. Lo hicimos lo mejor que pudimos. Nos guiaba Rosa Huertas y nos escuchaban un montón de amigos de Mónica y dos míos. En realidad, una: Ángela. Porque la otra persona a la que Ángela había convencido para acompañarla no me conocía de nada y vete tú a saber lo que pensó la pobre. Al final del acto. De todas formas, algunos de los amigos de Mónica se llevaron mi libro. Fuera por interés o por compasión, les dibujé un gato y a correr, que es la sensación que tengo cuando termino estos encuentros llenos de personas mayores que me miran sin que yo sepa muy bien qué están pesando. Me cuesta, cada vez más, relacionarme con determinado tipo de personas. Y, sobre todo, se me hace muy cuesta arriba la conversación de ascensor. ¿Me estoy convirtiendo en Forrest Gump? Me explico: me dan ganas de empezar a correr y no parar. Pequeño detalle a destacar: la misma mente que después me boicotea para que no trote suave mis primeros 10K es la que ahora me grita que empiece a correr y no mire atrás. Como Forrest Gump. Con lo mal que me cae, muy mal, Tom Hanks. Que luego seguro que me lo encuentro en una gala de Premios y me parece más simpático que Johnny Depp. Seguro. Aunque no esté de tan buen ver. Prejuicios aparte, si todavía mi mente no ha conseguido transmutarme en Forrest Gump (le he pedido a Lau que volvamos a ver la película en nuestro cine privado, el pantallón) es por personas como Ángela, a la que he acompañado en la escritura de un libro sobre el duelo por la muerte de su hermano. Un testimonio que, yo también lo creo, puede ayudar a muchas personas. Y que marca un antes y un después en su vida. La de Ángela. Incluso, me atrevo a vaticinar, el comienzo de un viaje que Ángela Sierra ni siquiera había imaginado.
Ada es el otro nombre propio de esta semana.
Ada Márquez es una de las participantes en el taller juvenil que imparto en la Biblioteca Canovas del Castillo. Acaba de publicar su primer relato. Ha sido en La diversiva, una guía de ocio familiar, que ha decidido apoyarnos en este proyecto. Carlos Rodríguez, director de la revista, me confesó que se había emocionado al leerlo. Y que le había sorprendido la calidad del texto. No me extraña. Ada ha escrito un relato magnífico que empieza así:
Mis botas se hundieron en la tierra húmeda del pequeño jardín, junto a la valla del colegio, ese en el que había pasado toda mi infancia. Pero ahora tenía veinte años. Y Maia los hubiera cumplido la semana que viene. Y ya no era igual. Nada era igual.
Cogí la pequeña pala. Y empecé a excavar.
Me sentí terriblemente sola. Prometimos que lo haríamos juntas. Y Maia no estaba por mi culpa.
Yo había avanzado con mi vida, igual de rápido que la pala excavaba en la profundidad, hundiéndose en el barro, y dejando atrás a Maia, como si ella simplemente fuera los montones de tierra que había que apartar del camino. Yo había empezado la carrera de medicina. Y aunque seguíamos viéndonos, todo era distinto. Ella no había conseguido graduarse. Seguía siendo la misma chica torpe y simpática, pero yo la evitaba más. Había hecho amigos en la universidad. Sabía que Maia nunca me fallaría, y que podía llamarla cuando quisiera porque estaría ahí. Pensaba que contaba con la tierra y que la podría echar otra vez para cubrir el hoyo. Pero eso nunca ocurrió.
Maia dejó la escuela para ser actriz, pero nunca consiguió un papel. Bromeaba con que conseguiría uno para un anuncio de calcetines. Parecía estar perfectamente. Siempre feliz. Siempre estaba riéndose.
Puedes leer el relato “Cartas para después” de Ada Márquez aquí.




