Todo va demasiado rápido. Incluso los mirlos. Donde había dos huevos, hubo dos polluelos, donde hubo dos polluelos, ahora no hay nada. El nido vacío. Los vimos, el lunes, escondidos por el patio. Hoy solo sabemos de uno, que se cree invisible, y dormita junto a las cintas, camuflado entre la corteza de pino que cubre el arriate. El mirlo va y viene, constantemente, para alimentarle. Mirar por alguna de nuestras ventanas es como estar en un observatorio de aves.
Mientras comemos —boquerones con pasta y acelgas, tomate aliñado— contemplamos el espectáculo. Una linea negra, fugaz, atraviesa el patio. El pollo abre la boca, displicente, como si aquello no tuviera importancia. Engulle. El mirlo vuelve a marcharse. Está mucho más delgado que al principio de toda esta historia. Me atrevería a decir nervioso, acelerado. El cuento que iba a escribir sobre que cada uno se ocupe de sus mirlos ahora sería otro. Ahora escribiría uno sobre la tiranía de tener hijos. Al final, lo sé, no escribiré ninguno. Es otro de esos proyectos que nunca llegaré a realizar. Reflexiono, todavía a la mesa, frente a ti, sobre lo afortunados que somos de no haber tenido hijos. Eso es lo que pienso, pero no llego a decirlo en voz alta. O sí.
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