Putas asesinas, dijo Javier.
La joven no dijo nada.
¿Putas asesinas?, insistió.
La joven librera seguía en silencio.
El libro de Bolaño, Roberto Bolaño, dijo Javier.
Ah, sí, contestó ella y le condujo hasta el fondo de la librería.
Literatura hispanoamericana. Benedetti, Berti, Borges, Cortázar, Denevi… Debería estar aquí, pensó. Estaba segura de que quedaba un ejemplar. García Márquez, Onetti, Villoro. En la siguiente balda, camuflado entre Rulfo y Vargas Llosa, ahí estaba. Alguien había debido cogerlo y no lo había devuelto a su sitio. La librera lo extrajo con un movimiento quirúrgico. Sin mirarle, ni contestar sus Gracias, volvió con resignación al mostrador. Había un albarán que no encontraba. Llevaba toda la mañana buscándolo y sabía que, si no aparecía, no podría cuadrar la caja y tendría que llamar por teléfono a la distribuidora. Pero para eso tendría que averiguar de qué distribuidora se trataba. Y ellos le harían luego un millón de preguntas hasta que consiguiesen averiguar a qué envío correspondía. Y luego ella tendría que esperar a que llegase el duplicado. Para quedarse tranquila.
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