Me preparo el primer aguacate de la temporada. Es de la variedad Bacon, un poco más soso, así que le añado un chorro de limón, sal y aceite, lo machaco y lo unto sobre una tostada de pan de centeno. Le doy el primer mordisco en el patio delantero. El sol de noviembre calienta mi cara, los antebrazos. Saboreo cada bocado. Se ha convertido, con diferencia, en mi sabor favorito. Telma asoma por la puerta y se escabulle hacia el arriate. Me asomo por si la gata carey estuviese cerca. Negativo. Me termino la tostada sentado en la alberca, con parsimonia deliberada. Telma se ha plantado en medio del patio y también disfruta del sol, que todavía me permite ir en manga corta, bajar a Correos en bermudas y chanclas.
No tengo prisa por volver, sentarme frente a una pantalla. Regreso haciendo más larga la vuelta, por el parque de baldosas amarillas, como Dorothy. Suena demasiado bucólico para lo que en realidad es: una loma rala, con varios ficus, cuatro jacarandas y dos pinos, que huele a mierda de perro. Estaría todavía peor si no fuera por una pareja de guiris que la limpian. Algunos días me los cruzo regando las pocas plantas que ellos mismos han repoblado. Mientras me pregunto a dónde irán los impuestos que pagamos, escribo en mi cabeza estas lineas y me cuestiono si dejar estos comentarios (no debería hablar de mierdas de perro en nuestros trocitos de vida). Al final, para hacer todo lo contrario de lo que acabo de predicar en la tutoría con Antonio, decido mantenerlo. El no parque huele a mierda de perro. Pero hoy no me importa.
Aunque estoy expuesto al norte, sufro igualmente porque desde aquí mi ojo sensible ve de lo que son capaces los incapaces, ve cómo la no-elección de la administración, la estupidez de los técnicos, de los urbanistas y, por último, de los arquitectos, incide de manera desastrosa en la vida de una porción de ciudad, o de no-ciudad, que no deja por ello de ser la nuestra. Sin embargo, las cosas ni siquiera son así: no existen verdaderos responsables, la ciudad que construimos es un producto colectivo. La ciudad física es la concha deforme que la ciudad social construye para sí misma como un gigantesco molusco semideficiente, y así se muestra. La ciudad de mierda es una puesta en escena incierta y de autobombo de la gente de mierda que la habita y la construye. Nada más y nada menos.
De regreso a casa, en el despacho, escribo precipitadamente todo lo anterior y recuerdo por escrito —es otra forma de recordar— que ayer te pregunté el superpoder que te gustaría tener. Me dijiste que no lo sabías, que tenías que pensártelo. Insistí. La literatura sucede. O quizá yo estuviese más atento.
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