Los lirios han florecido. Y se han marchitado. En las jardineras que llamamos “huerto”, las fresas han echado unas flores pequeñas, pero preciosas. De los aloes vera ha brotado el tallo floral, en la mayoría, dos. La buganvilla fucsia explotará esta semana o la siguiente, ya tiene brotes. El limonero y el naranjo que podaste in extremis están salpicados de nuevas ramas verde fosforescente. Hemos comprado flores para todas las mesas de la casa, las de dentro y las de fuera. Incluso la mesa de centro tiene su cala rodeada de libros. A mi despacho me he traído la begoña que había en la cocina. Ahora sus flores son más grandes, pero estoy pensando llevarla junto a la alberca y traerme aquí el incienso.
Este fin de semana toca jardín, me adviertes.
¿No quedamos con nadie?, sonrío.
Tienes esa expresión, de niña mala que tanto me gusta.
Tú y yo, dices.
Suena Feliz feliz de Carlos Sadness e improviso una coreografía (ridícula) que te hace reír a carcajadas.
Sigo peleándome con la novela, cada día un poco menos. La pizarra vuelve a estar llena de palabras en diferentes colores, post-it y un dibujo que solo yo entiendo. Mientras escribo esto pienso que puedo haber encontrado la forma. Ayer hubiera escrito todo lo contrario. Hay personas que no creemos en las casualidades.
La gran diferencia entre el buen arte y el arte mediocre radica en algún lugar dentro del propósito del corazón del arte, en los intereses de la consciencia que hay tras el texto. Tiene algo que ver con el amor. Con la disciplina de sacar la parte de ti capaz de amar en lugar de esa parte que sólo quiere ser amada. Sé que esto no está de moda en absoluto. No sé. Pero al parecer una de las cosas que los escritores de ficción verdaderamente geniales hacen —desde Carver a Chejov hasta Flannery O’Connor, o como el Tolstoi de La muerte de Iván Ilich o el Pynchon de El arcoiris de gravedad— es darle al lector algo. El lector se marcha del arte auténtico mucho más pesado de lo que entró. Más lleno. Toda la atención y el compromiso y el trabajo que se le requieren al lector no pueden ser para tu propio beneficio; tiene que ser para el suyo.
Lo escribió David Foster Wallace. Me lo recuerda el boletín de La calle del Orco. Muchos creen que a todo efecto le precede una causa. Yo creo, ¿de crear o de creer? Dejemos espacio para la magia.
Terminamos la primera temporada de The newsreader. Notable. Ninguno de sus personajes se salva de esa condena que es la ambición. Quizá el presentador de los deportes y su encefalograma plano, ¿el cámara homosexual? Veremos. Esta ambición, tan de moda hoy en día, que puede contagiar tanto al empleado, al autónomo, al pequeño empresario o al magnate convirtiéndolo en un adicto al trabajo y/o desequilibrado y/o depresivo y/o ansioso, víctima de un sistema que consagra el éxito profesional, la posición social y el poder. El dinero, en estos casos, queda relegado a una posición secundaria. Una pobre persona que no tiene otra cosa en la vida: su trabajo. Ni amigos, ni familia. La serie, australiana tenía que ser, me ha recordado a aquella historia que nos contó Felixa sobre el encuentro de un pescador y un empresario estadounidense. ¿La recuerdas?
Continúa leyendo con una prueba gratuita de 7 días
Suscríbete a Artefactos para seguir leyendo este post y obtener 7 días de acceso gratis al archivo completo de posts.