Estrella, la veterinaria, me pregunta: Pero, ¿os la vais a quedar?
No, respondo. La idea es que la gata vaya y venga. Que sepa que tiene un lugar seguro en nuestro patio. Pero no quiero que sea “nuestra”. Esa es la idea: una gata libre.
Suena bien. Pero.
¿Por qué no quiero que la gata disfrute de una vida más cómoda y confortable, que duerma caliente arrebujada entre nuestras piernas? Me respondo a mí mismo: quiero que sea libre. No quiero una gata burguesa. Vivirá menos años, sí. ¿Disfrutará de menos comodidades? Sí. En libertad. Yo me ocuparé de darle comida, que tenga agua fresca y un lugar seco y protegido. Le gustan los cojines. Incluso recogeré sus excrementos del arriate (los entierra a tal profundidad que es necesario hacer prospecciones para encontrarlos). Jugaré con ella cuando le den esos ataques vespertinos y se suba al naranjo. La llevaré al veterinario para que la castren (lo siento, Felixa, lo otro me parece una irresponsabilidad) y la volveré a llevar cuando crea que la herida se ha abierto.
Está bien, me dirá la veterinaria. Nada de lo que preocuparse.
Se rasca mucho las orejas, comento y otra veterinaria, esta vez no está Estrella, examina los conductos auditivos de Felixa mientras la auxiliar la sujeta y yo le pongo la mano sobre el lomo. Me acuerdo de Telma, de su despedida, y tengo que volver a la realidad, al presente, cuando Felixa se sacude el líquido que la veterinaria acaba de introducirla. Me muestra la toallita: como si la hubiera pasado por el interior de una chimenea.
Una vez al día, durante siete días, me dice la auxiliar ya en el mostrador.
Nos vamos de puente, ¿empezamos mejor después, el domingo?
No pasa nada. Se lo echáis mañana, antes de iros y el domingo continuáis. ¿Seguís sin dejarla entrar en la casa?, me pregunta.
Sí, sonrío, como un niño travieso que todavía consigue salirse con la suya.
Ella también sonríe: Sabes que acabaréis cediendo, ¿verdad?
Me encojo de hombros como haría Ada Amor, ese personaje que la auxiliar desconoce y que camina conmigo estos días. Otra despedida. Finales, que mal se me da escribirlos. Me despido de la auxiliar y de una señora y un caniche con los que me cruzo en la puerta. Estoy feliz. Me lo has dicho tú estos días: sólo con verla se te ilumina la cara. Desconozco el motivo. Aunque me sé la teoría.
Vuelvo a casa por el cauce, el mismo camino que hicimos la primera vez que vinimos a Benajarafe. Qué ironía: lo hicimos para cuidar de un gato, el Sr. Tellez. Y ahora avanzo por este mismo cauce con una gata que alguien ha abandonado, seguramente, cuando ha vendido su casa. Si lo piensas, es un abandono doble.
Abandono número uno. El propietario de la casa, la persona que convivía con Felixa en su anterior vida, vende la casa y, pensemos bien, se marcha a un piso en el centro de Málaga o un sitio peor, en definitiva, un lugar poco adecuado para una gata que se ha criado entrando y saliendo de un patio/jardín.
Abandono número dos. El nuevo propietario se instala y descubre (es más que probable que el anterior propietario no le haya contado toda la verdad sobre la casa) la presencia de una gata blanca y negra, menuda y de mirada inteligente, que va y viene. Y maúlla. Maúlla mucho. Maúlla cada vez que hace acto de entrada en el patio/jardín. Maúlla cada vez que el nuevo propietario hace su propio acto de entrada. Y se quiere colar en el interior de la casa. Y vuelve a maullar mientras sale, a la carrera, entre los gritos del nuevo propietario que no quiere animales dentro de su nueva casa. Ni en su patio/jardín. Por muy simpática que sea la gata blanca y negra, menuda, de mirada inteligente y parlanchina. Este es el abandono número dos. Versión suave. Porque cada vez aguanto menos la violencia. Me revuelve el estómago. Y prefiero no pensar en lo que habrá pasado Felixa hasta que apareció en nuestro jardín. Porque, lo sé, no puedo salvar a todos los gatos. Pero si uno decide instalarse en nuestro jardín y subirse a mi colo (sigo utilizando esta palabra gallega para referirme al “regazo”, se me escapó en mi conversación con la veterinaria), no soy capaz de abandonarlo. Mucho menos si la gata es tan pequeña y delgada que creemos que es un cachorro. Incluso, los dos lo creímos, creció la primera semana que estuvo con nosotros. Es más que posible que solo engordara. O quizá se liberó de todos los miedos que la atenazaban. Y esto sí que nos hace crecer. A cualquier ser vivo. La realidad es que Felixa no es ningún bebé. Tiene siete años, según el sarro que cubre sus muelas, y sabe volver a casa desde los cubos de basura que hay al final de nuestra calle, donde, imagino, comparte batallas con otros gatos de peor suerte. Qué largo se me hizo el tiempo el primer día que se fue (el único por ahora). Qué vacío se quedó el jardín. Sobre todo, qué silencioso sin Felixa que me maullara. Hasta que volvió, claro, con ese maullido de soprano, fino y agudo, compartiendo su alegría con todo el que quiera escucharla. Pero la gata no es mía, me repito. ¿Cómo puede un ser vivo ser de alguien? Compartimos jardín. Y es libre.
–Éramos una tripulación de lo más diversa –confesó Samuel–. Había hasta un pulpo. Nunca había conocido a uno, y era un hombre de lo más inteligente... Pero quizá a ti te habría interesado más el capitán: un tigre.
Intenté imaginármelo.
–¿Era fiero? –pregunté.
–No... –Samuel dejó escapar una risa curiosa–. Más bien parecía un gato grande, pero sabía mantener el liderazgo.
Tragué saliva antes de hacer mi siguiente pregunta.
–¿Y vas a volver a irte?
Samuel anduvo unos pasos en silencio. El viento creaba la sensación del oleaje en el trigo oscurecido de la tarde.
De pronto, al fondo, se recortó la figura de nuestros amigos. Dos manchas rodeadas de pájaros.
Sin embargo, no apresuré el paso. Me contuve con todas mis fuerzas. Por Samuel, supongo.
–Depende –respondió él, entrecerrando los ojos hacia el horizonte.
–¿No te ha gustado la experiencia?
–No me ha gustado estar tan lejos de... casa, supongo. Y también puedo pescar aquí, aunque gane menos dinero.
–¿Entonces abandonas tu sueño de hacerte millonario? –bromeé.
Este fragmento pertenece a la novela El verano en que llegaron los lobos de Patricia García-Rojo. Te gustará conocerla el próximo martes.