Escribo palabrotas y no me dices nada: hipóstasis. Aquí tienes otra: kóan. Por su culpa, me he reencontrado con San Juan de la Cruz, Santa Teresa de la Cruz y apuntado tres libros a la lista de lecturas futuras. El palabro lo he leído en Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes.
A Barthes recuerdo haberlo estudiado (es el verbo correcto) cuando empezaba a impartir clases de escritura creativa. Desconocía este libro. Raro, raro de esos raros que tanto tanto me gustan.
Todo episodio amoroso puede estar, por cierto, dotado de un sentido: nace, se desarrolla y muere, sigue un camino que es siempre posible interpretar según una causalidad o una finalidad, o moralizar, incluso, si es preciso (“Estaba loco, estoy curado”, “El amor es un señuelo del que será necesario desconfiar en adelante”, etc.): ahí está la historia de amor, esclava del gran Otro narrativo, de la opinión general que desprecia toda fuerza excesiva y quiere que el sujeto reduzca por sí mismo el gran resplandor imaginario que lo atraviesa sin orden y sin fin a una crisis dolorosa, mórbida, de la que es necesario curarse (“Nace, crece, hace sufrir, pasa”, exactamente como una enfermedad hipocrática): la historia de amor (la “aventura”) es el tributo que el enamorado debe pagar al mundo para reconciliarse con él.
[…]
Para dar a entender que no se trataba aquí de una historia de amor (o de la historia de un amor), para desalentar la tentación del sentido, era necesario elegir un orden absolutamente insignificante. Se ha sometido pues la sucesión de las figuras (inevitable, puesto que el libro está obligado, estatutariamente, a la progresión) a dos arbitrariedades conjugadas: la de la designación y la del alfabeto. Sin embargo, cada una de estas arbitrariedades se atempera: una, por la razón semántica (entre todos los nombres del diccionario una figura no puede recibir más que dos o tres); otra, por la convención milenaria que norma el orden de nuestro alfabeto. Se han evitado igualmente las artimañas del azar puro, que bien habría podido producir secuencias lógicas; puesto que no se debe, dice un matemático, “subestimar el poder del azar de engendrar monstruos”; el monstruo, en este caso, habría sido, surgiendo de un cierto orden de las figuras, una “filosofía del amor”, ahí donde no se debe esperar más que su afirmación.
Barthes maneja el lenguaje con precisión, llevándote allí donde no sabías que podías llegar. Pero tienes que aceptar las reglas del juego, confiar en él. Como un kóan.
El maestro mantiene la cabeza del discípulo bajo el agua, mucho tiempo, mucho; poco a poco las burbujas se espacian; en el último momento, el maestro saca al discípulo, lo reanima: cuando hayas deseado la verdad como has deseado el aire, entonces sabrás lo que es.
El sábado, todavía en la cama, vuelve el australiano. Me pides que no lo escriba. ¿Cómo no voy a hacerlo?, te respondo.
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