No tengo miedo a morir. Tengo miedo a envejecer sin ti. Al insondable páramo, que no desierto, en el que se convertiría mi vida. Por eso quiero, insisto, en vivir juntos el presente. No postergar nuestra existencia, esperar a jubilarnos para hacer lo que siempre hemos querido: llevar una vida sencilla, consciente, plena.
Dime si me equivoco.
El día empezaría conmigo levantándome temprano, sin hacer ruido. Me pongo a escribir estas líneas u otras parecidas, con la música a un volumen ínfimo, para no despertarte. A las diez, o las once, con tu cara llena de sueño, abres la puerta del despacho, me amenazas con que tienes un agujero en el estómago, todavía no te has lavado la cara, todavía no te has peinado tu melena rizada, llevas el pijama de pingüinos que te regalé —blanco, gris y rojo, nada sexy, todo tú, calentito— y me dices ¿Desayunamos? y yo te contesto Claro y juntas la puerta del despacho, entras en tu baño, sigo escribiendo hasta que sales y bajas las escaleras y pones la cafetera al fuego y es, el olor del café, el que me levanta de la silla, pero antes, dejo el ordenador en modo reposo, aunque sé que ya no volveré a escribir una linea, que, el resto del día, toca lo que nos hayamos inventado que tenemos que hacer en el jardín, tal o cual reforma, plantar o podar, sembrar o abonar, recortar o dejarlo todo porque hemos decidido, mientras desayunábamos, que hoy toca piscina, o correr, o pasear a Miss Daisy que es como yo intento picarte para que andemos un poco más ligeros y tú pasas de mí y te demoras y yo disminuyo la cadencia de mis pasos para mantenerme a tu altura en lo que algún día, dicen, será la senda litoral, pero pienso, recuerdo, fue la carretera de la muerte (te lo cuento la semana que viene, si la realidad me lo permite) y sigo tus pasos, cuando el camino se estrecha, porque todavía hace frío para que caminemos, descalzos, por la orilla del mar.
En nuestro presente idílico también limpiamos y recogemos la casa, vamos a la compra y llenamos el carro de productos sin aditivos, ni conservantes ni colorantes, recorremos con premeditación y alevosía los pasillos del supermercado. La verdad es que omitimos más pasillos de los que recorremos, y vamos con un objetivo claro. Como somos dueños de nuestro tiempo, hacemos la compra por la mañana, un día entre semana en el que podemos demorarnos sin aglomeraciones de ningún tipo. Otro día vamos a comprar la carne, para todo el mes, a la carnicería de un pueblo que hay junto al nuestro. Y comemos pescado azul, del pequeño, que le compro a Francisco los martes y los viernes. Religiosamente, todas las semanas, llenamos el frigorífico, las cajas de nuestra despensa con fruta y verdura, fresca, de temporada, que compramos en una de las fruterías del pueblo, donde Rafa. Aunque, siempre, por si acaso, compro también en el supermercado brócoli, espinacas, acelgas congeladas y algún bote (no me preguntes) de guisantes, alcachofas, habas que nos solucionan una cena, completan una comida para ese día en el que no se me ocurre nada. Y después de comer, como ya hacemos, nos tumbamos a leer juntos en el sofá, nos quedamos traspuestos entre las páginas de un libro que nos espera, puntual, sobre la mesa hasta el día siguiente, porque después de tomar un té verde queremos aprovechar las horas de luz que nos queden, en el jardín. Una lista de tareas inventadas. Y es, en esta falta de obligación, donde también encontramos el placer. Porque podríamos no hacer nada. Elegimos, nosotros, en qué emplear nuestra energía, nuestra atención, y lo hacemos con el cariño y la devoción del que está convencido de su labor, sin buscar el reconocimiento externo, ni el aplauso efímero. Lo hacemos porque nos apetece y hacerlo es un fin en sí mismo. Disfrutarlo. ¿Se puede pedir más? Por ejemplo que, cuando llegue la noche, tan pronto, de mediados de febrero, yo te pregunte ¿Ponemos una película? y tú me respondas con un único sustantivo “Palomitas”. O leamos. Y, después, hacemos la cena. Y cenamos. Y recogemos. Y, después, volvemos al sofá nube donde nos arropamos cada uno con nuestra manta y Telma, siempre, se coloca entre nosotros, como hará luego, en la cama. ¿De quién fue la idea de dejarla subirse?, te repito casi dormido, mientras busco a tientas tu rostro, la única parte de tu cuerpo que emerge del nórdico. Sí, lo sé, se parece mucho a como vivimos ahora. Falta, quizá, una casa en el campo, rodeados de naturaleza. Y disponer por completo de nuestro tiempo.
Todo esto porque me hablaste de un libro (otro) del que habías oído hablar en la radio. Carta a D. Historia de un amor, de André Gorz. Ya me lo he leído. Es precisamente eso: una carta de amor. La carta de amor que Gorz le escribe a su amada al final de sus vidas, donde reconoce que, por muy alto que haya llegado en su carrera profesional, la mejor decisión que tomó en su vida fue dejar su trabajo e irse a vivir con ella. Al campo. Él lo dice mucho más elegante, es un intelectual francés, y en las escasas cien páginas que tiene el libro he subrayado tantas frases, párrafos, páginas enteras que podría haber escrito este artefacto solo con sus citas (algunas de las cuales, lo reconozco, me hubiese gustado escribir y, en otras, me he reconocido). Pero he preferido no hacerlo. Como tú misma dijiste el día que me hablaste de este libro: tienes/tenemos la suerte de que te escriba una carta todas las semanas. Y el objetivo de estas “cartas” no es otro que constatar la felicidad, nuestro éxito diario, y no regodearme en el fracaso, en el dolor, en la miseria de un mundo contaminado (a todos los niveles), injusto, donde prima el interés económico, gobierna la desigualdad y cada vez, los jóvenes, tienen menos oportunidades. Para realizarse como personas. Para sobrevivir. Ese mundo que Gorz, Curro Cañete (te hablo de él al final, que este artefacto, como este paréntesis, me ha quedado demasiado largo) y yo mismo intentamos cambiar con nuestras palabras.
La denuncia no es el objetivo de mis artefactos. Al menos, no es el principal. Estos artefactos los escribo para ti y para mí. Para reafirmar, por medio de la palabra escrita, un camino de esperanza que, tarde o temprano, nos llevará a esa casa en el campo. Juntos. Porque, y de esto Gorz se percató demasiado tarde, no quiero perder mi vida teorizando sobre cómo vivirla; quiero vivirla contigo, aprender sobre la marcha, equivocarnos. Y acertar. Juntos. Y ahora, con sonrisa de niño malo, añado en presente continuo: Cuanto antes mejor. Luego, ya veremos.
Necesito reconstruir la historia de nuestro amor para captar todo su sentido. Gracias a ella, somos lo que somos, uno por el otro y uno para el otro. Te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos. […]
Únicamente esto: tú me habías suministrado la posibilidad de evadirme de mí mismo y de instalarme en un lugar distinto cuya mensajera eras tú. Contigo, podría dar vacaciones a mi realidad. Eras el complemento de irrealización de lo real, incluido yo mismo, algo en lo que me empleaba desde siete u ocho años atrás mediante la actividad de escribir. Para mí, eras la portadora de la puesta entre paréntesis del mundo amenazante donde yo era un refugiado de ilegítima existencia, cuyo porvenir nunca se prolongaba más allá de tres meses. No tenía ganas de volver a poner los pies en el suelo. Me cobijaba en una experiencia maravillosa y repudiaba que lo real la recuperase. En lo más hondo de mí, rechazaba lo que, en la idea y la realidad del matrimonio, lleva consigo ese retorno a lo real. Hasta donde puede llegar mi memoria, siempre había intentado no existir. Tuviste que trabajar durante años para hacerme asumir mi existencia. Y me parece que ese trabajo sigue inconcluso.
Lo sigues intentando: el jueves fue nuestro mesario y, cuando nos dimos cuenta, estábamos celebrándolo en la cocina, bailando flamenquito mientras preparábamos la comida. Por la ventana, entraba un sol de febrero.
Recuérdalo siempre: nada se pierde con vivir, todo se pierde con no atreverse. Apostar por tus sueños y vivir con todas las consecuencias nunca es un error. El camino de tus sueños será fascinante, porque un sueño te lleva a otro, y a otro, y a otro, y solo tienes que seguir caminando mientras escuchas a tu corazón. Cuando un sueño cambie o se extinga, ya cumplió su cometido, ya te hizo avanzar en tu camino. No tengas miedo a nada.
Escribe Curro Cañete en otro de los libros que me he leído esta semana. Te lo dejo en la mesa del salón, por favor, léelo.
Contenido adicional
Un libro. Carta a D. Historia de un amor de André Gorz me ha gustado por su sencillez y claridad. Reconstruye una historia de amor, su historia de amor, sin teorías ni digresiones. Supongo que tuvo que ser muy difícil para Gorz, filósofo y periodista, porque el resto de sus libros tratan sobre teoría política y crítica social. Era, lo que se dice, un pensador. ¿Mi opinión? Importa más bien poco porque este libro es auténtico. Puedes comprarlo aquí o en tu librería habitual. Hay una edición que viene en una caja y es preciosa. Esta es la que tienes en el enlace. Recuerda que si compras este libro, o cualquier otro, a través de mis enlaces, yo recibo un porcentaje. Más o menos lo que cuesta el paquete de Pechuga de pavo cocida que le compramos a Telma.
Otro libro. No tengas miedo a nada de Curro Cañete. Tenía ganas de leer a este autor. El libro ha cumplido con creces mis expectativas. Resume de forma clara y accesible para todos los públicos muchos de los conceptos que yo intento plasmar en mis artefactos: la importancia de tener un propósito en la vida, cómo proteger/alcanzar tu paz interior y tomar mejores decisiones. Casi nada. Todo, además, acompañado de consejos prácticos para que empieces a hacerlo. Ahora.