Fue a la salida de la estación de tren de Nuevos Ministerios. Una tarde. Ella volvía de la oficina. Supongamos que se llamaba Alejandra. Tenía ese nombre. Y un trabajo bien remunerado, de muchas horas y traje chaqueta. Él pasaba por allí como pasaba por el mundo, al azar. Y le llamaban Pablo. Se reconocieron y, entonces, ya fue demasiado tarde para esconderse, para fingir que no se habían visto. Se besaron. Ella seguía oliendo igual. Incluso después de diez horas frente a la pantalla de un ordenador, olía a ese perfume con esencia de vainilla que él recordaba. Pero no era la misma. Y si lo era. Ella fue la más sorprendida.
—¿Cómo tú por aquí?
Creía que estaría en la India, le explicó, con esa torpeza de los reencuentros. O en Estados Unidos, Nueva York, cualquier destino exótico, alejado. Ligando. Esa fue la palabra que utilizó. Pero en realidad quiso decir “follando”. Follando. Con todas las letras. Eso fue lo que ella pensó, pero no se atrevió a decir. A él que le había dicho todo lo que no le había dicho a nadie. Con quien había perdido la virginidad en el suelo de sintasol del piso de sus padres.
—Ya ves —dijo Pablo.
—¿Pero vives en Madrid? Pensaba que…
Era así de nerviosa, recordó él. Y los nervios le hacían disparar primero. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Diez, doce años de todo aquello? Demasiado tiempo. Y, sin embargo, por un instante era como si hubieran vuelto allí. Sus ojos.
—He venido a ver a la familia —dijo Pablo.
Y ella sonrió jactanciosa, saboreó aquella pequeña victoria.
—Lo sabía. Sabía que acabarías yéndote.
Porque en realidad él nunca había estado ahí. Era el extranjero, ese tipo de chico sensible que no es de ningún sitio y que nunca termina de encontrarlo. Y es desgraciado por ello. Carga con ese peso, y otros que no le conciernen, como si él fuera el encargado de solucionarlo. Y siempre, un libro.
Ella lo señaló. Siempre había conducido así de acelerada, de una cosa a la siguiente sin esperar siquiera. Sin necesidad de ninguna sustancia. Pablo le enseñó la portada. Era una reedición de un libro inglés que ella había leído en versión original. Un clásico. Se lo dijo. Él sonrió humilde.
—Seguro que sigues viendo las películas en versión original.
Lo hacían. Los dos. Habían empezado a hacerlo cuando salían juntos y lo seguían haciendo. Pero él todavía necesitaba leer los subtítulos, reconoció.
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