Felixa nos recibe, cada vez que salimos al jardín, con un endecasílabo de maullidos. Tanto es así que se está quedando afónica. Y tú la has bautizado con el nombre artístico de La canija de las Biznagas. Creo que toda la urbanización escucha mis conversaciones mañaneras con ella porque, claro, no voy a salir al jardín y, ante tal bienvenida, no le voy a corresponder. Así que yo también le pregunto qué tal le ha ido la noche, o la mañana, o el ratito que sea que hemos pasado sin vernos. Da igual que hayan pasado minutos que horas. Felixa te dedica un canto completo y se te enreda entre las piernas.
Miau miau miau. Miau miau miau. Miau.
Hasta que la cojo y la estrujo contra mi pecho. Le pongo la mano izquierda como apoyo de sus patas traseras y ella frota su cabeza contra mí. Que me siente también la calma. Ya sea en la alberca (esa que nunca ha tenido agua), en el escalón de la puerta o en el taburete de la entrada, al sol de las once de la mañana. Entonces, un poco histérica ante la oportunidad, Felixa salta con una elegancia y delicadeza impropia de una gata callejera a mi colo (que es como llaman los gallegos al regazo, y yo, que me jacto de haber vivido sin sol trece años, prefiero utilizar esta palabra). Antes del paréntesis, estaba yo sentado en el taburete, al sol de las once de la mañana, con Felixa, un poco histérica, en mi colo. Allí da un par de vueltas hasta que se tumba. Y se vuelve a levantar. Yo la sigo acariciando mientras tenemos conversaciones verdaderamente serias al respecto de lo que esté leyendo. Para ser una gata de aldea, rompamos estereotipos, es una gata muy leída y, además, ha estudiado en una de las mejores universidades, la de la calle, que para los temas en los que estoy ahora viene muy bien.
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