Descubrir lo que hay en tu interior
Desde hace tiempo lucho en silencio contra los prejuicios. Hay una situación en la que no consigo evitarlos. Cuando me aproximo a un paso de cebra y oigo el estruendo de un coche que se acerca a toda velocidad y es uno de esos grandes y ostentosos, tipo Porsche o Range Rover, ahí están, los prejuicios. Pienso “Pobre idiota, otro encadenado. ¿No se le ocurre nada mejor que hacer con su tiempo y su dinero?”. Mal. También me pasa con esos coches modernos, eléctricos, cuyo precio oscila entre los cuarenta y los cien mil euros. Observo al conductor, ufano, acampanado en el asiento mirando su pantalla de no sé tantas pulgadas, conducción autónoma total activada. Pienso “Se cree que vive en el futuro” y cosas peores. Mal. El top de mis prejuicios lo ocupan los conductores de dos modelos: el Volkswagen Golf y el Seat León. Si el Seat León es amarillo, seguro que no tiene salvación.
Un estudio reciente ha concluido que una gran parte de la población, tanto adolescente como adulta, basa su comunicación en los emoticonos. Me los imagino armados con su teléfono móvil último modelo, el más moderno, el más potente manteniendo una conversación a base de caritas, símbolos e iconos. Un salto en el tiempo de solo cinco mil quinientos años. Hacia atrás. La escritura pictográfica tiene sus ventajas: un corazón es un corazón en cualquier idioma. Tiene sus limitaciones: los conceptos abstractos. Quien los necesita. Con lo bien que vivían los egipcios. Sobre todo los faraones.
Kurt Vonnegut escribía cartas. Muchas. Y largas. A sus editores. A las editoriales que seguían rechazando sus manuscritos. Al Departamento de Antropología de la Universidad de Chicago que rechazó dos de las tesis que redactó; le dieron el título cuando se hizo famoso. A sus familiares y amigos. A su tío Alex, que le contestó que no había podido leer Las sirenas de Titán; Vonnegut se lo había dedicado. A su tía Ella, que no vendía las obras de Vonnegut en su librería porque las consideraba depravadas.
Esta semana leí por azar una de esas cartas de Vonnegut. Tenía 84 años y rechazaba una invitación porque, alegaba, se parecía a una iguana y porque:
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