Me invitan al CES Cristo Rey, en el Albayzín de Granada. Y allá que nos vamos en el cerulian. El cuentakilómetros alcanza los 17.000 al borde de la Alpujarra. Tenemos que ir, me dices, y, mientras buscamos un fin de semana, te leo con voz cavernosa los nombres de los pueblos con reminiscencia a El señor de los anillos.
Benaudalla, Órgiva, Lecrín.
Cónchar, Dúrcal, Cozvíjar, El Padul y, nuestro favorito, Huétor.
Vemos el cartel y sé que esperas que lo haga. Lo hago. Reímos. Fantaseamos con vivir en alguna de esas casas que se ven desde la autovía. Enseguida lo descartamos: demasiado ruido. ¿Te imaginas vivir en medio del monte y tener que sufrir, constantemente, el sonido del tráfico? Además, ¿dónde está el bosque?, ¿los caminos que exploraremos al atardecer? Nos vinimos a vivir a un pueblo para darnos cuenta de que queremos algo todavía más… no encuentro la palabra. No es aislado, ni salvaje, ¿natural? En contacto con la naturaleza, sí, pero ¿cómo decirlo? Lo que sabemos es lo que no queremos: la ciudad y sus ruidos, su ritmo desenfrenado, la contaminación, los patinetes eléctricos y los zombis mirada clavada en el móvil. El consumismo. Las prisas y la falta de tiempo. A pequeña, o mayor escala, encontramos lo mismo en todas las ciudades que visitamos. Y centros comerciales. Las mismas tiendas, las mismas marcas, los mismos miedos.
El problema no es el lugar común, el problema es que muchas veces, incluso cuando intentamos salirnos de la norma y optar por decisiones más originales, quedamos atrapados en nuestro propio lugar común, que se parece un poco al de todos. No sé si está mal, no sé si está bien. Pero estoy convencida de que, más allá de las historias, de los personajes o de la musicalidad de un narrador, hay algo en este baile que ocurre entre el que escribe y el que lee, en esta resistencia donde también hay dos impulsándose y desafiándose, hay algo ahí que nos despabila. Que nos saca de ese lugar común. Que nos alarma en el mejor de los sentidos y nos obliga a pisar cerca de donde pretendíamos pisar, pero no exactamente donde queríamos: nos fuerza a poner verdadera atención. Estoy convencida de que es ahí donde la magia sucede, en ese constante ejercicio de intuición de parte del que escribe, y en esa entrega al roce, a la sorpresa, de parte del lector. El salto que damos entre palabras es tan magnífico porque no es ni del escritor ni del lector, es un salto con el otro. De a uno solo, no hay literatura.
En el salón de actos del CES Cristo Rey, Salud me presenta como un escritor comprometido. Es la primera vez que me lo llaman. En público. Dice otras cosas, que están en mi biografía, pero yo me quedo rumiando esta palabra, comprometido. Como escritor tengo el privilegio de dirigir la mirada de los lectores sobre los temas que yo desee; como persona tengo la obligación de intentar construir un mundo mejor. Los alumnos, espoleados por Belén, han diseñado portadas alternativas para Héroes, el libro que han leído. Están todas expuestas sobre una mesa. Tomo las que más me llaman la atención y les pido que me las cuenten. Hay también un Trivial que un alumno ha desarrollado con preguntas y respuestas de la novela y del escritor, me explica. Otro ha hecho un crucigrama. Dos chicas han creado un juego de la Oca. El dado funciona trifásico, dice. Otra chica me muestra una presentación sobre las relaciones tóxicas. Hablamos sobre ello. Yo no sé lo que ellos saben, no conozco su experiencia, pero intuyo que más de una de ellas ya ha pasado por ahí. Tan jóvenes. Cada vez antes.
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