Colores brillantes, vientos frescos, tiempo perfecto
Para rematar el año quiero compartir contigo el mejor texto que he leído en estos meses. Lo escribió Roger Rosenblatt, autor del que no he leído nada de nada, y fue publicado en The New York Times en español. Conclusión: estar bien consiste en llevar la vida que deseas; no te lo pongas difícil. Lo dice también James Clear, a este seguro que le conoces.
Feliz lectura.
Ahora que tengo más de 80 años, me gustaría quedarme aquí para siempre, y sin duda lo intentaré. Disfruto estando aquí. Esta década es el octubre del envejecimiento. Y octubre es un mes encantador, ¿no es así?
Por supuesto, hay contratiempos, como el otro día, cuando de repente me encontré en el suelo. Al levantarme para dejar la silla del salón, esta se deslizó debajo de mí y me dejó atónito cuando me golpeé la cabeza contra el teclado del piano que había cerca. Tan débil es mi espalda que me han operado dos veces, tan inmóviles mis piernas sin músculos, que lo único que pude hacer fue quedarme sentado mirando lastimeramente a mi mujer, Ginny, esperando a que me diera una mano, y recordando un anuncio de la televisión de hace unos años. Una mujer más o menos de mi edad estaba de pronto en el suelo, gritando: “Me he caído y no puedo levantarme”; su grito era tan noble como el de Beowulf o cualquier héroe trágico.
Por mi parte, me sentí más tonto que trágico. La caída fue un recordatorio de las responsabilidades de la octava década. Sin embargo, están más que contrarrestados por los dones que aporta esta edad. Estos días dispongo de mucho tiempo libre, que he decidido ocupar de varias formas satisfactorias, aunque idiosincrásicas.
Recito mucha poesía, a veces a Ginny, a menudo a la ventana. Poesía que ha hibernado en mi cabeza desde mis 20 años, cuando enseñaba inglés y literatura estadounidense en una universidad. Entonces memorizaba grandes fragmentos de poesía porque me permitía hablarles directamente a los alumnos, a los ojos, como si la poesía no existiera en un libro, sino en el aire. Ahora mismo, si me pusieran boca abajo y me sacudieran (lo cual no es necesario, de verdad), podría decir varios sonetos de Shakespeare, una villanela de Dylan Thomas, “La mente es un mecanismo encantador” de Marianne Moore, los últimos versos de “Playa de Dover” de Matthew Arnold y toda la estrofa introductoria de “Versos compuestos unas cuantas millas más arriba de la Abadía de Tintern” de Wordsworth. Puede parecer que presumo de mi memoria, pero lo comparto porque creo que eso dice algo sobre el poder duradero de la poesía. Y también para presumir.
Hoy en día, toco más ese piano con el que me golpeé la cabeza. Tocando de oído, demasiado perezoso para aprender a leer música de niño, mi rango solía ser muy limitado, especialmente los acordes. Con el tiempo en mis manos estoy mejorando un poco. Nunca me confundirías con un Bill Evans, ni con un Nat King Cole antes de su época de cantante, pero mi toque es bastante bueno, y puedo hacer un buen trabajo con “My Romance”, “My Funny Valentine”, “What’ll I Do” y casi todo lo de los hermanos Gershwin, Fats Waller y Cole Porter. A mi edad es un triunfo mejorar en cualquier cosa.
Cosas que ya no puedo hacer: correr, jugar al básquetbol o al tenis. Tampoco puedo preocuparme hasta la muerte o elijo no hacerlo. Antes de mis años de octubre, parecía que no había nada, por intrascendente que fuera, sobre lo que no pudiera cavilar hasta que se hiciera tan grande y amenazador como Godzilla por la noche. Nada era demasiado trivial para mi atribulada mente. Ni un pequeño rechazo. Ni el más mínimo desaire. Una vez se me ocurrió una regla: “Nadie está pensando en ti: están pensando en sí mismos, igual que tú”. La escribí, pero no me la creí. Ahora a duras penas me importa si alguien piensa o no en mí. A duras penas.
Mi amor por la naturaleza se ha hecho mucho más profundo en esta década. Siempre había sentido afinidad con el mundo natural, pero era general, casual y fugaz. Estos días puedes encontrarme junto a la ventana, contemplando maravillado el East River (estrictamente un estuario), e hipnotizado por las formas en el agua gris azulada, las ronchas y remolinos, las mareas, los ejércitos invasores de las olas, los reflejos de las nubes con aspecto de ovejas sumergidas.
No es lo que haces en esta década lo que es tan inusual, ni lo que piensas, sino cómo piensas. El aire cambia en octubre. Me encuentro pensando de forma mucho menos egoísta, dándoles mucho más de mí a mis amigos y a mi familia.
En el poema “Octubre”, la sublime Louise Glück consideró que estos años presentan la propia vida con una fría claridad, como “una alegoría del desperdicio”. ¿Yo? Solo veo cosecha. Parece que he sido en parte responsable de crear una cosecha de seis nietos extraordinarios (añade aquí tus propios cumplidos exagerados). Antes de mis años de octubre, escribía la misma nota diaria a cada uno de ellos: “Te quiero”. Ahora tengo tiempo y libertad para meterme en sus vidas, preguntarles esto o aquello, hacer chistes privados. Los niños parecen aceptar mi atención con agrado o son demasiado educados para decirme que no. En cualquier caso, tengo un floreciente jardín de jóvenes con los que puedo bromear a gusto. Y así lo hago.
La mejora general es la siguiente: en mis años de juventud siempre miraba hacia delante por lo que pudiera ocurrirme, pero ahora miro lo que tengo. Y como aprecian aquellos que tienen 80 años, lo que uno tiene es considerable. No le temo al invierno ni me arrepiento de la primavera.
La otra noche Ginny y yo vimos la película El detective y la doctora, con George C. Scott, que se cree Sherlock Holmes, y su psiquiatra, interpretada por Joanne Woodward, que en realidad es un Dr. Watson. Por fin me he dado cuenta de qué se trata. El título en inglés de la película, There May Be Giants (Puede haber gigantes), hace referencia a Don Quijote, para quien los molinos de viento ante los que arremetía podrían haber sido gigantes, aunque no lo eran. Pero el hecho de que Don Quijote pensara que podían ser gigantes significaba que su capacidad para soñar era mayor que sus miedos.
Todavía tengo de esos. Sueños. Sueños para mi país y para el mundo. Y amor. Tengo el amor intacto. Ginny, por ejemplo, la notable anciana que me ayudó a ponerme en pie cuando me resbalé de la silla. Mi visión de Ginny es algo que no ha cambiado en octubre. Ahora la veo como una salvadora, como la veía cuando nos casamos hace 62 años. Colores brillantes, vientos frescos, tiempo perfecto.


