El domingo mis padres y mi hermano llegan antes de la hora. Mi hermana se ha quedado en casa con su marido. Por su embarazo, está muy cansada y apenas puede hacer nada. Me manda muchos besos, dice mi madre. Les digo que ya me he duchado, pero insisten en volver a hacerlo ellos mismos. Me han traído ropa nueva. Blanca. Me encanta estrenar ropa, me gusta su olor, el tacto de la tela recién estrenada que todavía no ha pasado por la lavadora. Tengo el pelo demasiado largo, he engordado y los mofletes me cuelgan como a un bulldog. Me faltan varios dientes y el resto están amarillos por el tabaco. Me peinan, me dejan la camiseta por fuera y me lavan los dientes con un dentífrico a base de flúor. No dejo de mirar el televisor, encendido las veinticuatro horas, por si el mensaje llega.
Media hora después seguimos en el jardín. Mi padre ni siquiera se ha sentado. Le queman las piernas en estas visitas, estos paseos. Mira a las enfermeras, mira a los otros enfermos, mira el cielo. Todo con tal de no mirar a su hijo, a mí, en este estado. Y en el jardín revolotea un niño vestido de domingo. Ha venido a ver a un loco.
—¿Hasta cuando? —ha preguntado mi padre.
—Por ahora, es mejor que siga ingresado. Es lo único que le podemos decir —dice el doctor Plutón—. Pero, siempre bajo su responsabilidad, ustedes pueden hacer lo que crean oportuno. Su hijo no ha cometido ningún delito y está aquí de forma voluntaria.
Mi padre está pensando lo mismo que yo. Y con lo que cobran, bien que les dure, piensa mi padre, parco en palabras, átono en sentimientos. Con las manos en los bolsillos y la barba cerrada. El loco reacciona a los gestos del niño, suelta una risa y gira los ojos, la madre (o será su esposa) le limpia la baba. Y él detiene el ruido del motor que es su cabeza como si intentara procesar aquello.
—Y aquí su hijo recibe los mejores cuidados. Nuestra clínica es de las mejores del país. Todos los días hacen ejercicio y salen al exterior. Pueden venir ustedes a visitarle cuando quieran y comprobarlo.
Mi padre no dice nada y el director de la clínica se despide hacia los siguientes. Y allí seguimos nosotros, parados en aquel banco hasta que el director de cine aparece al otro lado del jardín y mi hermano se lanza a saludarlo.
El director de cine es una vieja gloria que, quizá en sus orígenes, quería ser artista, pero convirtió su nombre en una marca con el único fin de seguir facturando. Mi hermano nos presenta y mis padres se despiden de inmediato.
—Bueno, tendréis muchas cosas de que hablar. Nosotros nos vamos.
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