Nadamos en Toledo. 30 minutos, 1000 metros. 40 largos de 25 metros. Sonríes al ver mi cara de felicidad. La piscina está junto al Alcázar, a quince minutos caminando del hotel. Los dos lo necesitamos después de seis horas de Cerulian. Hace siete años, cuando buscábamos una ciudad a la que mudarnos, la piscina cubierta no estaba entre nuestras prioridades. Hoy, sí. Te soy sincero y te digo que prefiero tener una piscina cubierta cerca (una piscina de verdad, no un charco para remojarte) a tener huerto. Y gallinas. El ejercicio es la mejor forma que tengo de desconectar mi cerebro. Necesito exigirle a mi cuerpo para que el cerebro se apague. También lo consigo con la meditación, pero cuando pasas la mayor parte del tiempo frente a un ordenador, leyendo y frente a un ordenador leyendo, lo que menos le conviene a tu cuerpo es seguir sentado. Salir a caminar una hora, correr o nadar durante media, hacer yoga o pilates combinado con ejercicios de fuerza (lo tengo en pendientes). No solo estoy trabajando mi cuerpo, también mi mente. Porque no existe lo uno sin lo otro. Esta unión (lo yoguis dirán que precisamente eso es lo que significa “yoga”, unión) entre cuerpo y mente se puede conseguir realizando otras muchas tareas: tricotando, pintando soldaditos de plomo o haciendo puzzles. Pero el ejercicio físico tiene además otros beneficios, aunque le sucede como a la lectura: cuesta. Siempre será más fácil tirarse en el sofá y mirar una pantalla. Convertirte en una ameba, desconectar el cuerpo y el cerebro y dejar que pase el tiempo hasta que no quede más remedio que cumplir con la siguiente obligación que nos imponga algún ser exterior porque soy incapaz de crear mi propia rutina en función de las necesidades de mi cuerpo y mi mente. Voy a escribir una historia protagonizada por una ameba “enferma de hacer” (gracias, Amalia).
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